A 19 años de la Masacre de Bojayá, en la que murieron cerca de 79 personas y más de 100 resultaron heridas, el testimonio de María Pascuala Palacios Chaverra, integrante del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá y que perdió a cuatro de sus familiares en ese hecho violento.
Por: César A. Marín C.
Dos días antes de la tragedia y por la zozobra que se vivía en la región, María Pascuala, sus cinco hijas y su esposo partieron en una lancha hacia Pogue, corregimiento de Bojayá donde había nacido y vivido sus primeros años de vida antes de irse a Bellavista.
Sin embargo, antes de partir, María Pascuala les dijo a sus padres que se fueran con ellos a lo que Emiliano respondió “yo no le he hecho nada a nadie y por eso no me voy”. Por su parte, doña Ana Cecilia, como si fueran palabras premonitorias, le dijo: “yo muero acá, si tu papá no se quiere ir, yo me quedó con él”.
El relato triste es de María Pascuala Palacios, quien recuerda que el primero de mayo de 2002, muy temprano, sonaron algunos disparos. Cuando verificaron que la guerrilla y los paramilitares estaban cerca del pueblo, los habitantes de Bellavista (antigua cabecera municipal de Bojayá, Chocó), se refugiaron en la iglesia, “porque era una de las pocas construcciones en cemento y por nuestras creencias: esa era la casa de Dios y allí no iba a pasar nada”.
Un día después ocurrió la Masacre de Bojayá, luego que un cilindro bomba lanzado por las Farc estallara en las instalaciones de la Iglesia de San Pablo Apóstol, en medio de combates que sostenían con paramilitares del Bloque Hélmer Cárdenas y matara a 79 personas. Cien más resultaron heridas con la explosión.
Ese 2 de mayo fue un desastre anunciado desde los últimos días de abril. En la región se propagaba el rumor de la presencia de ambos grupos armados cerca de Bellavista, lugar donde ocurrió la masacre.
El 30 de abril, los paramilitares interceptaron las comunicaciones de la guerrilla y el primero de mayo cerca de las 5:30 de la mañana, la guerrilla dio muerte al comandante “Camilo” de los paramilitares, quien intentaba llegar a Vigía del Fuerte (municipio antioqueño ubicado en la orilla de enfrente), al tiempo que otro grupo de guerrilleros arribaba al barrio Pueblo Nuevo, en la parte norte de Bellavista.
Desde allí, la guerrilla disparaba hacia los paramilitares que se encontraban en un patio al lado de la iglesia, donde se habían refugiado 400 personas creyendo que sería un lugar seguro. Otro grupo de pobladores se refugió en la casa de las hermanas Agustinas.
La angustia se apoderó del día. Dicen que en la noche del primero de mayo hubo un extraño silencio que se interrumpió hacia el amanecer del 2 de mayo cuando varios de los que se habían refugiado en la iglesia, entre ellos el sacerdote Antún Ramos, pidieron a los paramilitares que se fueran del lugar porque los estaban utilizando como escudo humano, petición a la cual los paramilitares hicieron oídos sordos. Ese día, sin saberlo, la iglesia del pueblo guardaría en su cáliz la sangre de los inocentes.
Cerca de las 10:30 de la mañana, una de las cuatro pipetas que lanzó la guerrilla explotó dentro de la iglesia. Ni el Cristo se salvó. Varios heridos fueron llevados a la casa de las monjas agustinas, por sus conocimientos básicos de medicina. Otros fueron trasladados hacia Vigía del Fuerte en una procesión encabezada por el padre Antún.
Estando en Pogue, María Pacuala no sabía de la suerte de sus familiares. Solo hasta la tarde de ese 2 de mayo, arribó allí su tío Máximo quien le dijo “acabaron con la población de Bellavista”. Y le confirmó inicialmente que Emiliano y María Cecilia habían fallecido.
“Después me enteré que mis padres, mis hermanos Emerson y Baldomiro y Yisney y mi sobrina Daisy se refugiaron en la iglesia, como la mayoría de los habitantes quienes pensaron que allí no les ocurriría algo porque era un sitio sagrado y porque era de las pocas construcciones en cemento. Finalmente murieron mis papás, Emerson y Daisy. Yisney y Baldomiro sobrevivieron, aunque ella está casi sorda por un oído, producto de la explosión, y él aún sufre episodios de depresión por la muerte de mis papás”.
Los cuerpos de los fallecidos fueron arrojados a una fosa común, ante el temor a una epidemia y porque la guerrilla dio la orden de desaparecerlos. Meses después, los cuerpos fueron extraídos de allí por la Fiscalía, entregados a la alcaldía municipal y enterrados nuevamente en el cementerio local y en algunos camposantos de municipios vecinos, aunque sin la certeza de quién era quién.
La congoja invadió a María Pascuala, ya no tenía ganas de nada. “Cuando regresamos el 3 de mayo yo no tenía ganas ni de volver a Bellavista. Estaba triste y muy afectada y junto con mis hermanos decidimos irnos a Quibdó, como lo hizo gran parte de la población bojayaseña”, recuerda. El trayecto hacia la capital chocoana estuvo cruzado por el desconsuelo y el dolor, todos salieron con la moral en el piso.
Para septiembre de 2002, buena parte de los habitantes de Bojayá regresó desde Quibdó y el gobierno de ese entonces propuso su traslado del pueblo, mudanza que finalmente se dio en 2005. Así, la cabecera municipal de Bojayá quedó ubicada a un kilómetro arriba por el mismo costado del río y se llamó ‘Bellavista Nuevo’.
En 2016, la comunidad pidió que se hicieran nuevamente las exhumaciones para identificar científicamente los cuerpos, labor que arrancó en mayo de 2017 y que concluyó en noviembre de 2019, luego de ser entregados plenamente identificados a sus familiares, quienes los velaron bajo sus rituales y enterraron en un panteón dispuesto para ello en lo que es hoy el Bellavista Nuevo.
“Mi alma y mi corazón descansaron con la entrega de los restos de mis familiares. Es cierto que ese día el dolor revivió (lloramos mucho) pero ya ellos están en el mausoleo y mi corazón me aflojó porque lo tenía muy apretado. Tenemos un lugar sagrado a donde ir y prender una vela, o a llorarlos o a rezarles. Además, estamos muy agradecidos con las entidades que tuvieron que ver con ese proceso, en particular la Unidad para las Víctimas que nos brindó un acompañamiento psicosocial trascendental para nuestra parte emocional”.
María Pascuala tiene claro quiénes eran sus familiares fallecidos:
“Mi madre fue mi primer amor y luego mi mejor amiga. Fue una mujer muy luchadora y emprendedora, hacía panes y cucas. Sacaba el viche de la caña y con eso se sostenía y nos sostenía a nosotros. Ella fue la que me enseñó a amasar el pan, fue una mujer ejemplar. Siempre nos inculcó el aseo en la casa”.
Sobre Emiliano dice que fue un agricultor que sembraba plátano y a la vez era un líder político y comunitario. Lo define como ejemplar y muy honesto “siempre nos decía que lo ajeno no se coge. Ambos fueron unos seres humanos casi perfectos”.
De Emerson, su hermano menor y que en el momento de su muerte sólo tenía ocho años, recuerda que era un niño extremadamente inquieto. Nadaba desde pequeño y se bañaba constantemente en el río, mientras que Daisy era una ‘gordita simpática’ que se desesperaba cuando no le servían la comida a tiempo. Los amaba.
Hoy María Pascuala dedica buena parte de su tiempo al Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, organización creada cerca de 2017 luego de que 11 víctimas de la masacre, entre esas ella, fueran invitadas a La Habana a una reunión con las entonces Farc, en el marco de las negociaciones del Acuerdo de Paz.
Como resultado de esa reunión, las Farc hicieron un acto de perdón en el sitio donde ocurrió la masacre.
“Luego de eso ya creamos el comité oficialmente e hicimos la petición a las autoridades de la exhumación, identificación e inhumación de los restos de nuestros muertos en la masacre, lo que finalmente se dio el año antepasado”.
“Yo nunca perdoné, solo escuché el pedido y mi corazón me dijo: ‘yo no soy nadie para perdonarlos o no, que sea Dios el que lo haga e imparta justicia’”.
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