Mi pueblo es testigo.

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Testigo silencioso de las promesas que se las lleva la corriente, de los discursos que se desvanecen con las lluvias, y de la ausencia de un Estado que aparece solo en temporada electoral.
Pero también es testigo de la fuerza.
De la dignidad que no se quiebra, de la sonrisa que sobrevive incluso con el agua hasta la cintura, de la generosidad de quienes lo comparten todo aunque les quede poco. Riosucio, con el corazón cansado pero la frente en alto, no se rinde.
Mi pueblo ha visto cómo la corrupción florece en escritorios donde deberían brotar soluciones, pero también ha visto la nobleza de su gente, esa que a pesar de todo saluda, ayuda, comparte, aguanta.
Hemos sido testigos del engaño repetido, de líderes que vienen a abrazar solo en campaña y que, una vez en el poder, se olvidan del camino de regreso. Pero también somos testigos de la esperanza que no muere, de la ilusión que renace con cada elección, de la fe casi ingenua de que algún día llegará alguien que no robe, que no mienta, que no negocie con el sufrimiento.
Mi pueblo ha aprendido a hacer de la necesidad una estrategia de vida. Cuando el agua entra sin permiso a las casas, las mujeres lavan en los corredores, los hombres construyen balsas, y los niños aprenden a bañar antes que a escribir. Aquí nos toca inventar soluciones con las uñas, mientras otros fabrican excusas con los presupuestos.
Y como si no bastara el abandono, aún hay quienes señalan a Riosucio de ser culpable por no aceptar la reubicación, como si eso fuera tan simple como empacar una maleta. ¿Dónde están los estudios? ¿Dónde está el plan? ¿Cuándo fue que al pueblo le mostraron algo serio, más allá de discursos vacíos y promesas de papel? Hablar de reubicación sin propuestas claras es tan irresponsable como echarle la culpa a la víctima.
Porque el problema no es solo de aquí. Lo viven todos los pueblos hermanos que nacieron a orillas del Atrato. Y está demostrado que cuando se hace dragado, el agua deja de ser enemiga. El Estado tiene herramientas, lo que no ha tenido es voluntad.
Como olvidar cuando un congresista, con metro en mano, prometió que rellenaría el barrio Makent. Hoy, Makent sigue igual: inundado de agua y de promesas rotas. Nada cambió, salvo el silencio después de las elecciones. Porque esa es la especialidad de muchos: hablar alto en campaña y no decir nada cuando les toca cumplir.
Y a pesar de todo, aquí estamos. Resistiendo. No queremos compasión. Queremos respeto. No pedimos caridad. Exigimos derechos. Riosucio no necesita que lo vean con lástima, sino con compromiso. Que quienes gobiernan cambien los aplausos comprados por obras reales, que los alcaldes pasen a la historia no por sus condenas, sino por su servicio.
Mi pueblo es testigo.
Y también juez.
Porque un día, más temprano que tarde, la historia les pasará cuenta a quienes abusaron de él.
Mientras tanto, seguimos. Con el alma mojada, pero la dignidad seca.

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